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Barbilla, Caderas, Chopin, Chupar, Concierto, Conciertos, Erotismo, Guadalajara, Lengua, Lizt, Pasión, Prensa, Regadera, Sexo, UdeG
CLAUDIA REYES ROMERO, Guadalajara, Jal., 1973.- Claudia tiene una dedicación muy especial por las Letras, además de talento que ha venido puliendo desde adolescente cuando comenzó a escribir. Tiene facilidad para los diálogos y naturales inclinaciones para la dramaturgia. Nació y vive en la Perla Tapatía, es abogada por la UdeG con especialidad y práctica en Derecho Electoral, actualmente cursando una maestría. Claudia participó como María Fernanda Miraval en AFLORA LA ESCRITORA QUE LLEVAS DENTRO, con textos exitosos como LA BODA, PAREJA EN CRISIS: LA ESTRATEGIA y, YA NO LE GUSTO CUANDO CALLO, entre otros. Ahora nos presenta una bien lograda narrativa:
COBRAS EN LUCHA
Claudia Reyes Romero
Aquella tarde nublada de agosto, cuando Valentina llegó a ese concierto, jamás imaginó lo que estaba por venir. Lo suyo, lo suyo no eran los temas culturales. Apreciaba la música clásica, pero de ahí a tener que escribir la reseña de un recital, había un abismo. Y para colmo llegó tarde. Mostró su acreditación de Prensa y tras dirigirle una mirada asesina, el tipo de la entrada la dejó pasar.
Mientras buscaba los asientos que se destinan para los reporteros, se perdió. Fue entonces, cuando cayó en la cuenta de que estaba tras bambalinas. La oscuridad era casi total y sólo algunos destellos de luz, provenientes del escenario, se colaban entre las cortinas. Lo que no podía dejar de escuchar era el piano. Chopin era su preferido. Así, al menos las notas armoniosas de uno de sus Nocturnos, la hacían sentirse menos tensa. Esperaba que concluyera el concertista para que encendieran la luz y encontrar la salida.
Su carrera como periodista apenas empezaba. Fue un hecho casi fortuito. Se quedó sin trabajo, la editorial para la cual trabajaba como correctora de estilo cerró y su buena amiga Cloty, la recomendó como reportera en uno de los periódicos más respetados del país. Su ortografía y sintaxis eran excelentes, pero qué sabía Vale de andar cubriendo noticias en la calle y lo malo es que desde su llegada al diario se convirtió en el “comodín”. Siempre que no había quien cubriera un evento, ella era la comisionada. Se sentía agradecida por tener trabajo, pero ella quería que la ubicaran en una sección fija, le gustaba y entendía de política, pero aspirar a estar de planta en esa sección iba a ser un camino muy largo.
Parecía que el pianista hacía eterno su concierto. Mientras, Valentina continuaba buscando la salida, hasta que por fin, se topó con una puerta. Pensó que era la oportunidad de encontrar su asiento y empezar a darle forma a la reseña del recital. Entró rápidamente y lo que vio la dejó helada, al menos por unos segundos.
Las gotas de agua rodaban sobre su piel blanca como si lo acariciaran. Su cabello oscuro, ligeramente ondulado, le cubría la frente. Tenía los brazos y las piernas grandes, con los músculos marcados por el ejercicio, su torso no era nada espectacular, pero su cara, tenía facciones finas, nariz recta, labios medianos, como en forma de corazón, sus ojos oscuros y pequeños –fue ahí cuando Valentina reaccionó, cayendo en cuenta que había entrado en un baño y que este hombre de puro milagro no se había dado cuenta de su presencia–, tal vez gracias al ruido de la ducha. Hizo entonces el intento por salir, antes de ser descubierta y tener que deshacerse en disculpas y explicaciones. Cuando escuchó su voz suave pero contundente —¡por fin me trajiste la toalla Marco!— se sintió descubierta, pero cómo es que no se daba cuenta que no era Marco, si este hombre que no rebasaba los treinta y cinco, no tenía corrida la cortina y era justo por esa razón que ella no podía dejar de admirarlo. Por un segundo se percató que su mirada iba de su hermoso rostro a su entrepierna y de regreso. Se sintió avergonzada. Volvió a su intento de huir y antes de que pudiera girar la perilla, sintió una mano enorme apretar su brazo —¿Dónde demonios dejaste la maldita toalla?
Valentina no atinaba a decir nada y él se dio cuenta que ese brazo delgado y frágil no era el de Marco.
Estaba justo detrás de ella, escurriendo, ya había humedecido su blusa y su falda. Él, agudizó su olfato y percibió un delicado aroma a cítricos, sin pensar en lo mojado que estaba, la tomó por los hombros y la hizo girar sobre sus pies. Buscó su cara, la recorrió con la palma de su mano. Ella no podía moverse, no atinaba a decir nada, con trabajos podía respirar. De pronto se escuchó un fuerte golpe del otro lado y Valentina se apretó a su pecho instintivamente
—Sebastián, el intermedio es en diez y sales en quince —dijo una voz en seco. Lo lógico hubiera sido que pasada la impresión se separarán, pero no. Por el contrario, él la tenía rodeada con sus brazos y Valentina sentía su aliento tibio sobre su frente. Vale levantó el rostro y vio sus ojos, sin una sola expresión y aunque se veía reflejada en ellos, sabía que no eran capaces de ver el estado en que se encontraba. Y si bien es cierto, los ojos de Sebastián no percibían más que oscuridad, era capaz de saber que la mujer que tenía pegada a su pecho, no sólo estaba nerviosa por la situación, sabía que detrás de esa respiración entrecortada había algo más. Y bajo esa blusa de seda se encontró con unos senos firmes, sintió su cintura y para no quedarse con la duda, buscó sus caderas, las calificó como aceptables. Volvió a su rostro y redescubrió su nariz respingada, sus labios medianos, ahora secos por la tensión, los parpados denotaban ojos grandes, expresivos, no los cerraba, sentía como se clavaban en él.
Cuidadosamente tomó su barbilla con sus manos y acercó su cara a la suya, ella se dejaba hacer. Buscó sus labios y los tocó suavemente con sus dedos. Éstos, rápidamente se empezaron a humedecer al ritmo en que Valentina jugueteaba con ellos. Los besaba, los chupaba, los mordía con fruición y sin darse cuenta en qué momento, comenzó a acariciarlo como si en ello le fuera la vida. Recorría la espalda de Sebastián con desesperación, y sin ningún pudor bajaba hasta sus caderas. Él, la fue llevando bajo la ducha mientras la besaba ansioso. Sus lenguas se entrelazaban como cobras en una lucha sin cuartel. Ella sentía la excitación de ambos, la suya bajo la falda, misma que Sebastián comenzaba a quitarle con destreza y también la de él, que sólo si estuviera muerta no habría notado.
Cuando estuvieron en igualdad de condiciones, sus cuerpos se fueron fundiendo hasta convertirse en uno sólo, y sólo entonces, pudo escuchar un leve murmullo a lo lejos, Liszt. Mientras él la levantaba en vilo, Valentina escuchaba las notas más sublimes que jamás había escuchado: Sueño de Amor. Y efectivamente, cada movimiento, cada beso, cada roce, cada caricia, se acompañaban por un acorde del concertista y no es que el susodicho fuera bueno o mal pianista, sino que sencillamente era como si estuviera al lado de ellos, dándole el tono e intensidad necesario a sus dedos sobre las teclas, logrando un perfecto acompañamiento al movimiento de sus cuerpos. Cuando tiempo después recordó lo sucedido, Valentina estaba segura de afirmar qué, entre ella, Sebastián y el concertista que estaba en el escenario, se dio una conexión difícil de explicar.
Una vez que ambos lograron llegar al clímax, el concertista, ajeno a todo lo demás, tocó la última nota, el encanto no acabó. Terminaron abrazados, sobre un pequeño diván que estaba puesto a propósito para uso de Sebastián. Estaban exhaustos, besándose despacio, y aun empapados, como si la pasión combinada con el agua, no fuera capaz de evaporarse. Cuando la voz regresó para avisarle a Sebastián que entraba en cinco, la besó de nuevo y ella le acercó la toalla y como si el silencio fuera parte indispensable de ese momento, ninguno de los dos habló. Él, se puso el traje que estaba listo, se acomodó el cabello aun húmedo y finalmente se puso los calcetines y los zapatos. Tomó su bastón y se fue.
Valentina se quedó ahí desnuda, sin saber qué hacer. Unos minutos más tarde, comenzó a escuchar la interpretación de Fantasía Impromptu de Chopin y algunas otras piezas que le costó trabajo o de plano le fue imposible identificar. Sabía que era Sebastián y notaba en su interpretación la misma intensidad de hacía unos instantes. Pasados unos treinta minutos, alguien tocó, estaba segura que era Marco, ya conocía su forma de hacerlo, la puerta se abrió y una mano huesuda introdujo una bolsa, ella la tomó y encontró, una toalla, un cambio de ropa interior, unos jeans y una playera, todo nuevo. Reconoció la etiqueta de los almacenes que estaban enfrente del teatro. Sorprendentemente todo lo quedaba a la perfección. Por fortuna, atinó a sacarse los zapatos cuando Sebastián comenzó a llevarla hacía la regadera, si no habrían terminado empapados como su ropa. Se vistió con el cambio que le acaban de entregar y salió del camerino, decidida en buscar a Sebastián, para cerciorarse de que lo que sucedió no fue un sueño o una alucinación; de no ser por la ropa mojada que llevaba en la bolsa, habría jurado que se estaba volviendo loca. Y entonces lo pudo observar, estaba en medio del escenario, sentado frente al piano. Según el programa, era el último concertista de la tarde; el que sin importarle estar fuera de programa, cerró su presentación, ejecutando como nadie Sueño de Amor de Franz Liszt. Valentina no pudo evitar conmoverse, sabía que esa interpretación era en parte para ella.
Entre el tumulto de admiradores y periodistas no pudo acercársele, pero sabía donde estaba su camerino, así que se fue allá decida a esperarlo. Pero Sebastián nunca apareció. Sólo Marco, al que reconoció por sus inconfundibles manos huesudas, y él también supo quien era ella, vestía la ropa que Sebastián le había pedido comprar en la plaza comercial frente al teatro. Ninguno de los dijo nada sobre lo ocurrido. Pero ella no pudo resistir y le preguntó por él. Marco se limitó a responder que a esa hora, Sebastián iba rumbo al aeropuerto a iniciar una gira de conciertos que duraría varios meses. Antes que Valentina lo bombardeara con más preguntas, Marco se le adelantó y le dijo–Cuando termine la gira, seguramente regresará a su casa de Florencia. El de hoy, fue una excepción, un concierto especial que no se repetirá jamás.
Unos días más tarde cuando Sebastián revisó sus correos electrónicos y leyó la reseña que publicó uno de los periódicos más importantes de la capital, comentó: “Es casi un poema, una descripción fresca, amorosa y pasional, como si quien redactó esta reseña me conociera íntimamente. Jamás nadie había expresado mejor lo que yo siento cuando estoy frente al piano”.